martes, 3 de junio de 2014

cuarto fragmento de "Como fantasmas"

¿Así es como se nos resta visibilidad a los muertos?

Parece que estás mirando hacia otra parte.

¿Me ves?

Estoy girando a gran velocidad sobre mi eje. – ¡Mira, mamá! ¡Mira…! ¡Sin manos!-le decía a la parte terrible del amor, madre y hembra…

Libre de la costra del miedo, ahora, me atrevo a terminar en punta y perforar el suelo que pisas –determinación macho-. ¿No gimes?

De niño, cuando vivía, me fascinaba la danza de los derviches. Solía imitarlos si me enfurecía para deshacerme de las brasas que sólo a mí me quemaban. Siempre me aceleró la ira. Me hizo enfermar y envejecer antes de tiempo. Acabó conmigo. No supe como tú, o como ella, transmutarla. A escondidas me hacía con la falda negra de mi abuela –donde cada día se recogían la noche y la profecía-, y el gorro de cartulina marrón, que no acababa en punta sino en la indulgente forma de un falo, mi gorro de mago, que también lucía en otras ocasiones, cuando ya no había nadie a quien provocar la risa. Terminaba mareado, impregnado del olor cáustico y salino, de femenina herrumbre, de aquella ropa que delataba así mi hurto y estrellándome al fin contra la mano severa que volaba hacia mí, omnipotente, desde el cielo, ponía fin a mi absurda rotación…

Ahora nada me detiene. La mano divina me ha dejado libre… Orbito sobre ella, plataforma con forma de palma, sin línea del destino.

Poseo un sofisticado eje de burbujas. Te lo debo. Claudiqué en cada hundimiento sin tu boca como mascarilla, anhelando tus exhalaciones, que de haber sido tú, el árbol, me hubiesen dado la vida. El vértigo ya no me reconoce y te veo ampliada como si te deseara crecida… Pero no… no hay deseo en la muerte. No se relaja la mirada obsesiva pero… no hay deseo… De ti ya no deseo nada… ¡Baila en el caos, mujer, mientras te arrojan al escote sus monedas!… Sigue como hasta hoy, sin mostrarte, avara virgen. ¿Quién quiere verte? Qué me importa… ¿Hueles acaso las emanaciones rojas de mi ira?

Voy a abrirte mi doble fondo.

Tu pequeño cómplice la espía a ella. Lo sabes. Él hace como que no existe pero se le marca en los pómulos. Cuando tú le sueltas la cola, él vuelve la cabeza hacia ella. Nunca has tenido la exclusiva. Por eso rabias. Con la risa perlada y todo eso, rabias. Que disimulas con ganas la envidia que te roe la carne vuelta de las mejillas. Que te muerdes lo oculto de la boca –te castigas- cuando sospechas que él la mira. Y lo hace porque en ella te ve a ti, levantándote las faldas de otro modo. Lo hace porque tú no te atreves a ser de verdad, porque buscas coartadas en sangres ajenas. Porque te sobra artificio y baratija y encapsulas tu corazón como si fuese otra cosa. Él la mira a ella porque así aprende algún truco nuevo para amarte, sin desprenderse de su género, ni de la ventaja que le da el mar resumido en sus ojos, desde otro ángulo, mirando morbosamente por su cerradura. Y yo veo al íncubo que viene a beberse el agua de su boca. Y tú, con tu verdad emparedada, con tu piedra preciosa oculta en el núcleo, rabias, porque no eres ella, infinitamente más vital y más vistosa tú, que ella, pero no eres ella. Y te enfrentas a salivazos con el espejo y friegas la marca de su nombre con odio y amoniaco para que desaparezca de tu frente. Pero como él, vuelves, a escondidas, al olor de su sangre, a abrevar en su sombra… Nunca tenéis bastante…















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