domingo, 30 de septiembre de 2012

Un par de páginas del Diario de Humo










De un día cualquiera de febrero:

Hay una siniestra orden de ejecución en el ¡cállate!... Bajo el sombrío mirar de la luna nueva el músculo de la lengua cae abatido… después, horas más tarde, el rojo mensual se asoma, culpable, más próximo al negro que a la granada… El nido inhóspito hecho a base de viruta de lápiz se torna cárcel… y una riestra de noes cuelga del labio inferior del hada antigua de la risa, que ahora, temblorosa como espejismo permanece: un detritus más de la memoria reciente.

Disculpadme si no saco la mano de saludar, áspera. No consigo levantar su peso con mi escasa voluntad… El peso de mis restos.

Me retiene además la tierra, celosa, convencida de que ella sí sabe cómo amar lo que no supo querer nadie.

Esperaron a la luna nueva para hacerme callar y al agitarme sólo se oyó un ruido de cristales. Luego… hasta el aire guardó silencio



De un día cualquiera de marzo:

Y me distraigo con la idea de que sigue sin llover. La nevera se descongela, y en esta casa duermen como vampiros soñando con encontrarse la vida ordenada cuando despierten. Así será. Así es como debe ser. Y yo, responsable del éxito de los amaneceres, robándole su oro al sol con una cánula, clonando con exactitud el efecto sanador de las mañanas en mi ánimo, atesorándolas sobre la piel, cargándome a la espalda el dulce soplo de la vida, que a ciertas horas resulta siempre placentero a pesar de los abejorros zumbadores. Sí…Que no se diga que soy una triste las veinticuatro horas del día. Que no se diga que no abandono nunca las lindes del jardín añil. Que no dejo de provocar nevadas de ceniza. Que no se diga que soy el vacío que quedó tras recortar con una hoz mi silueta. Sonrío por las mañanas. Lo hago puntualmente, entre las nueve y las doce. Las mañanas son testigos de mis oraciones… y de la supervivencia de mis partes leves, las que no han conocido el cieno, las que jamás estarán a merced del dolor, y jamás crecerán, y jamás cambiarán de forma ni temerán a la muerte…

Y de esa levedad, Ellos, los que prueban la resistencia de mi carpa obedeciendo órdenes, nada saben… Saben de mis mañanas, sí, pero se callan, y de mis genuflexiones ante el sol y me aborrecen por ello, y saben de los horarios de mi hambre… por coincidir tantas veces con la suya.

A Ellos, no les permito la entrada en esta estancia luminosa. Arderían. Perderían la uve fatal de la frente, el diabólico clavo que les une los labios, el corazón temeroso, la cerradura del ojo… en suma perderían sus poderes para sostener mi reino flotante donde nada se muestra como es en su superficie, replegándose sus nutrientes en un núcleo blindado. Bien… a ese núcleo sé cómo acceder, y al jugo de su flor y a la voluminosa sombra de su nombre.

Por eso existen Ellos, portadores del único néctar que no vomito. Existen porque existo.

Ellos han visto incendiarse el hueco de mis manos… han visto la retorcida vegetación de mi ira abrirse camino entre mis costillas y desgarrarme. Han visto. Y uno tras otro después de perjurar amor, me abandonan, porque mi espuma les sale por la boca sin ser suya y mi voz ya no resuena en el tono que desean. No me reconocen cuando inevitablemente mudo la piel… No saben ser fieles. Luego vuelven en secreto, en zapatillas, a espiarme cuando los eslabones de sus cadenas duermen, tecleando mi nombre con guantes de látex para no dejar huellas… Vuelven como fantasmas. Así debe ser.

Porque para la soledad nacemos los impresionados.

Y para la soledad cebamos nuestro Ego hasta el día del Despiece…





Del Diario de Humo. Carmen Jurado Torresquesana

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